8 de la mañana. Sentada en el patio, rodeada de mis dos perros callejeros, con el primer amargo recordé el día de ayer: maldad, falsedad por la mañana; incomprensión e indiferencia por la tarde. En estas tristes cavilaciones estaba, cuando de pronto vi unas lucecitas verdes, amarillas y azules que me hacían guiños desde el césped. Era el rocío que titilaba como un arbolito de Navidad extendido sobre la tierra. Me detuve, sorprendida, ante la huella divina que quería decirme algo. En silencio interior, alcé luego la vista: el rododendro había florecido.
También la copiosa lluvia de unos días atrás había erguido la achira como una jirafa de rostro amarillo, rodeada de malvones encendidos y alegrías del hogar rosadas en torno del aljibe. Más atrás, el paraíso japonés rebalsaba de campanillas luminosas y desde la vereda, el palo borracho asomaba su nueva fronda. El cielo, surcado de vuelos raudos, dejaba deslizar entre su manso azul, unas nubecitas como cintas de horganza.
La brisa pasó con su delicadeza matinal. Y entonces mi viejo corazón retomó su centro. El día de ayer se convirtió en un diminuto lapso grotesco que me daba la posibilidad de perdonar.
Y el perdón me devolvió la mirada interior. ¿Qué vi? La única misión de mi vida: agradecer.
María Rosa Meléndez
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